nada escondido

Llegamos a la ciudad de Oaxaca después de nueve horas de autobús nocturno, hasta ese momento sin contratiempos, puntuales al segundo día de vacaciones del verano de 1974. Ese año el legendario guerrillero Lucio Cabañas, secuestraba a infelices del gobierno de Guerrero para financiar al Partido de los Pobres, poco antes de que Cuervo y quien les cuenta llegáramos felizmente a diecisiete años cumplidos.

Esa mañana muy temprano fuimos al mercado municipal, con veinte pesos de entonces nos hicimos cada uno de un overol de mezclilla juchiteca, una camisola de manta fina y el clásico paliacate rojo de garigoles blancos. Atuendo que, con morral al hombro y por abajo shorts de jeans viejos a la cadera, nos distinguiría por las seis o siete semanas siguientes de mar, arena y vida.

Según quiero recordar, después de un delicioso almuerzo y sin mucho buscarle, en las trastiendas del mercado, conectamos por diecisiete pesos y sin miedo alguno, medio güato de mota, de la que ahora sería orgánica y que en esa época, por fortuna para nuestras neuronas, era lo única que existía, y por suerte para nosotros era de la mera sierra zapoteca.

Al inmediato rato, para corroborar las conocidas propiedades curativas de la noble cepa, sin dolencias y en pleno jardín público, Cuervo procedió a desprender con ecuánime delicadeza el papel del metálico a sus Delicados sin filtro, mientras yo aplicado, descocaba el material adquirido para eso mismo. El providente toque clandestino, prendió efecto como casi siempre, mejor de lo imaginado.  

Cuervo, y Reata quien ya nos esperaba en el destino final, eran los cuates más respetados de la prepa, por ser los más audaces y atrevidos de la generación. Cuervo además, era el más sagaz y brillante de la clase. Flaco, hábil, astuto, algo encorvado de estatura corta, pelo oscuro largo de caída casi lacia sobre unas misteriosas cejas de ojos grandes verdes y rebeldes, sospechosamente irritados de miopía. Con carácter de piel arábiga y estado natural inquieto, normalmente acentuado con cafeína turca y miel de abeja. Lucía también de diario, una sonrisa lúcida de fácil carcajada, y sobre todo, una prominente y aguda nariz de cuervo.

A mi por mi parte, deduzco ahora, me jalaban a esas irresponsables aventuras por bien parecido y parecer decente y responsable. Según lo pienso ahora, yo era la coartada perfecta y el fiel de la balanza en la que se columpiaban desequilibrados éste par de “malas compañías”, como diría, con sabia pero en éste caso equivocada intuición, mi bendita abuela materna.

Habiéndose cumplido el objeto de la escala, esa misma noche tomamos el camión y algo más para el buen viaje, que a través de una sinuosa sierra acantilada nos llevaría, a la hasta entonces para mi, desconocida bahía de Puerto Escondido.

El camión venía cargado arriba de costales de chile verde, frijol negro y olote azul cuitlacoche, también de huacales de guajolotes y mercancías misceláneas recién bajadas de los cerros aledaños. Abajo veníamos, junto con un borrego amarrado y demás chivas, el pasaje… más mujeres de rebozo que hombres de sombrero, todos menos dos, con la esperanza de amanecer puestos en el tianguis del domingo, en la plaza principal del mercado Benito Juárez.

El viaje en brecha angosta fue largo y alucinante, salimos ya de tarde, en el camino hubo de todo, pero sobre todo, sobresaltos y empinadas curva de terracería, hasta que después de horas de ajetreo, en una de tantas pendientes peligrosas el chofer volanteando cayó en una zanja traicionera. Se oyó un madrazo seco abajo, seguido de un grito a coro de todo el pasaje, al instante chillaron niños que yo no había visto que venían, se disparó el barullo  de las mujeres rezando a fervientes murmullos, mientras los pocos hombres salíamos despavoridos y compungidos del camión alborotado. Quedó de milagro, una llanta atorada al borde del oscuro precipicio. Estuvimos a punto de irnos todos al barranco.

Con el lógico inventario de angustias y de cosas, tardamos en darnos cuenta que a la mitad de la sierra y de la noche, no habría auxilio posible de nadie. Sin decir palabra, los pasajeros a señas, empezamos a meter piedras debajo de la llanta volando y gracias a la necesidad colectiva, el camión salió del hoyo a puros empujones. El chofer forzando primera nos gritaba, a la cuenta de tres, “JUERTE”  y al tercer intento, derrapando, sacamos literalmente al buey de la barranca. Al poco rato regresaron todos, menos dos al interior del camión. Sin pedir permiso y por el místico mareo inducido, decidimos continuar la travesía arriba en el cielo sobre los cómodos costales en tránsito al mercado.

La galaxia estuvo como nunca la había yo visto de estrellas y espejismos pasajeros, la sensación era de bienestar y placer amortiguado, me sentía levitar sobre un planeta en rotación, trasladándose en sentido contrario a mi destino. Después de un buen rato, al fondo acercándose con relativa velocidad, se empezaba a asomar, entre la humedad y la penumbra, la silueta tropical de las palmeras recortadas sobre un filo de luz de agua en el horizonte.

Un espectacular amanecer  anunciaba la llegada del camión al puerto y a nosotros, extraños viajeros extranjeros, a otra dimensión de conciencia existencial. Sin saberlo, de regreso seríamos otros diferentes a los que estábamos por llegar.

Así como bajamos del cielo del camión, un ángel gabacho, güero, de greña, flaco de pantalón de manta blanca y descamisado, nos ofreció por 5 pesos en inglés, llevarnos al Trailer Camp referido en un destartalado Citroen blanco convertible a arenero de redílas. En el trayecto, sin mucho preámbulo y con una sonrisa envidiable, nos informó en dónde conseguir las mejores galletas de avena del planeta y con quién comprar el pescado más fresco del día. También nos dijo que Reata y el resto de la banda también ya lo sabían.

Lo primero que hicimos llegando fue ir directo a encontrar un escusado, eran como las siete de la mañana y llevábamos más de 24 horas de retención de sólidos. Había ahí frente al mar una regadera y dos retretes, ambos en ese preciso momento ocupados. No quedó otra que aguantar lo que fuera necesario.

Después de una eterna espera de más de tres minutos. Se abatió de golpe una de las puertas y salió hacia nosotros un entusiasta y menudo desconocido, notoriamente aliviado, anunciándonos emocionado, en voz alta y a manera de bienvenida.

¡ mmmeacabo dechar la mejor caca de mi vida !  

    

CONTINUARÁ

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