clasemedia

Vengo de una ciudad en donde parece que se ha dado algo de progreso y movilidad social. En ese singular lugar, la clase media se sentía así, ya que alguien les hizo creer que la gente bien, comía carne cada tercer día. En esa enorme y descarnada urbe, había puestos de tacos de carne a la parrilla junto a casi cada alcantarilla.

En la superficie de esta metrópoli sobrevivimos básicamente cuatro especies urbanas: Los de mi condición, empleados de media clase; los taqueros; los franeleros y los policías. En el bajo mundo, habitan además otras especies con las que nos cruzamos a diario, pero esos serán materia de otro cuento.

En éste que les cuento… mi día transcurría como siempre: Le dejo muy temprano a mi mujer, para el gasto justo del día y, cada dos semanas, una nota para la casera… que me aguante hasta el día quince por favor. Sin más, me lanzo temerario y en ayunas a la oscuridad y recorro veinte cuadras para ahorrarme la pesera y el riesgo de que me roben el celular con crédito aún.  Abordo el metro en la San Pedro que milagrosamente me lleva directo a Auditorio, de dónde camino apurado veinte minutos para llegar derrapando a las siete cincuenta y nueve a eme a la oficina.

Mi trabajo está en un enorme corporativo con sede en el piso veinte de la Torre Chueca, subo diario en alguno de los ocho elevadores programados, uno más inteligente que el otro, y arriba checo mi tarjeta digital como cualquier, para después en un descuido, bajarme de inmediato a almorzar mi consuetudinaria torta de tamal, con mi atole con canela y dos de azúcar; suficiente, para aguantar de regreso, hasta mis acostumbrados tacos de la noche.

La pobre clase empleada subsistimos con la ilusión de ser de los de enmedio, y sobrevivimos enfermos a dieta de puestos ambulantes, operados por la supuesta clase baja, por los dichosos marginados, que en este caso parece, que en saldo neto, perciben más que sus clientes de clase arriba.

Uno se piensa un extraño afortunado en la ruleta de la vida, siempre te encuentras a uno más jodido que uno, pero todos al final, sobrevivientes, coincidimos en la noche a la salida, en la esquina de los tacos. Unos los pagamos con dos de a veinte y otros no pagan en billete pero hacen posible que el noble y generoso negocio de los tacos, suceda al margen de la crisis, la ley y la banqueta.

De arranque el franelero, que por dos de costilla les aparta su lugar para que a las seis treinta puntual, llegue en su triciclo el de las seis rejas de Boings, a depositarlos en su lugar exacto, poco después como por arte de magia, aparece ahí mismo un bloque de hielo agüitándose sobre la acera tibia, a los cinco o diez minutos siguientes, llegan el de la estaquítas manejando y, cuidando atrás los triques, un trío de dos dispuestos taqueros y el jefe que destapa los boings y cobra los papelitos.

Los tres por igual junto con el chofer que los trajo y los recogerá a las nueve treinta  pe eme, se ponen prestos a armar el puesto, justo a lado de los boings ya fiados, instalación que consta de sus negros postes tubulares, que sostienen su hule verde grueso, bien tensado, su mesa de trabajo enmantelada en amarillo y bien calzada con su cuña de corcholata, su parrilla de fierro cocido y abajo su cilindro chico de gas lleno y hielera de lamina sin tapa.

Más tarde y a la par de algunos como yo, solitarios comensales, se aparecen por su taco, éstos si en pareja, los de la patrulla MX con cinco números, siendo seguro ceros los primeros dos. Con su torreta estroboscópica encendida, ambientando así la aromática y humeante esquina, con su luz alternante, rojo alarma y azul alerta.   

De mi parte, la ambulante cena de echar taco antes de llegar a disculparme en casa de haber comido tarde con los compas de la chamba, en el nunca acostumbrado estanquillo de comida económica, fungía bien de mentira piadosa, para que mañana alcance el cuarto de bisteces con verduras, para toda la familia, incluyendo la muchacha que cocina, siendo así una digna familia de clase media que come carne cada tercer día. A costo de que yo cene parado en la calle y llegue a mi casa a monitorear inapetente, los noticieros amarillos. Para después que mi esposa acueste a los niños, pueda ver con ella, en la cama, una serie en netflix con la posibilidad de no verla y acostarme con mi señora sin dormirnos necesariamente.

En mis sueños sueño, que mañana me anunciarán el esperado ascenso a jefe de área y con eso la ganancia de que alcance para toda la quincena y pueda ahora si comer sentado como dios manda, como en casa de cualquier exitoso taquero de la calle.

F I N

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