Hace 100 mil años habíamos varias especies humanas repartidas en la tierra, todas con capacidades especiales. Hubo un tiempo en la historia de nuestro planeta en donde todo estaba conectado y en dónde fauna, flora y cosmos, coexistían en equilibrio y armonía. La naturaleza funcionaba como un ecosistema milagroso.
Este paraíso divino nos duró hasta hace más o menos 40 mil años, cuando la especie sobreviviente, la nuestra el Homo Sapiens, originalmente recolector y cazador, decidió cambiar de estilo de vida natural y abandonó los bosques y las selvas.
Antes del precipitado éxodo a la riviera y valles cultivables, la vida era salvaje pero espléndida, los humanos de aquella era, eran en realidad más evolucionados, vivían integrados a la sabiduría natural del universo ( la que siglos después, misteriosa y sospechosamente, se confundió con dios).
En aquel entonces el planeta y sus tripulantes, psiconautas por naturaleza, se entendían de maravilla entre ellos, con la demás vida terrestre y con su entorno metafísico. Existía una sensibilidad e inteligencia común, que estaba siempre presente y disponible, un sobreentendido superior, un conocimiento que se transmitía mediante una red infinita de sofisticadas terminales enraizadas entre sí.
Recientemente se descubrió que unos hongos llamados Micorrizas, fungen de asociación simbiótica mutualista entre las raíces de las plantas terrestres y ciertos hongos del suelo, integrando un sistema de comunicación subterránea, al cual, en la prehistoria, los seres vivos se podían interconectar a lo largo de toda la superficie terrenal. Bastaba con estar bien plantado en el suelo, descalzos haciendo tierra…con el tacto directo a la corriente electroquímica de la sinapsis planetaria, para que, como por arte de magia estuviera todo en sincronía, compartiéndose sin distorsión, solo buena vibra, a cada instante creado en aquel maravilloso planeta tierra.
El caso es que con solo estarse, los humanos se entendían de maravilla. No había necesidad más que de vivir atentos y presentes, escuchando el evidente sonido del silencio, para entonces naturalmente, comprenderlo todo.
El lenguaje no tenía para qué inventarse y menos la escritura, pero para cuando se dieron cuenta, a estos mudos desertores, no les quedó otra que entenderse de otra forma, una bastante rudimentaria y ruidosa: Vociferando a penas, con sonoros signos, sus infinitas carencias e incongruencias.
Ahora al fin, después de un milenario e incierto proceso evolutivo, el internet de las cosas, parecería regenera aquella capacidad que perdimos de estar conectados con todo y al momento. Pero tristemente se distorciono el objetivo y terminamos encadenados a un aparato insaciable y maligno.
Todavía hasta hace no mucho tiempo, sobre todo en poblados aislados de la supuesta civilización, había ancianos que entendían el lenguaje de los hongos.
Es curioso que los hongos alucinógenos crecen justo en dónde se reencuentran la naturaleza y la supuesta civilización actual, la frontera donde se confronta la sabia naturaleza con los invasivos e inconscientes asentamientos humanos. Brotando alegres, cerca de las milpas y de entre las cacas de las vacas.
Justo ahí, en el límite, en donde el humano perdió por primera vez la sensibilidad y la consciencia holística.