sin corona

Érase una vez a finales de los ochentas del siglo pasado, cuando me encontraba muy temprano, apenas despierto, mirando al horizonte de la mano de mi hija de cuatro años; disfrutando descalzos del agua fresca y la arena fina entre los dedos de los pies… sumergidos en las serenas olas de un increíble mar turquesa, en una pequeña isla poco conocida del caribe.

Andrea curiosa me señalaba un elegante yate recién anclado, cuando vimos a lo lejos y en silencio, como de la cubierta se lanzaban dos hombres al agua, uno tras el otro se dirigían nadando al parecer hacia nosotros. Éramos los únicos presentes, los vimos acercándose como en cámara lenta hasta que ya tocando la arena con la última brazada, se levantó el primero en llegar, primero arrodillado en lo bajo del agua y justo frente a nosotros se pone de pie un hombre muy alto y afilado, que al instante reconozco, – Bienvenido a la Isla –  le digo al conocido extranjero y lo presentó de inmediato a mi chiquita como el Rey de España.

Ella con sus grandes ojos incrédulos de asombro, nos cuestiona – pero no tiene corona-, a lo que el Rey contesta divertido – así es preciosa, la he dejado en el barco para que no se mojara – mientras escurriendo una sonrisa se inclinaba a besarle la mano –vaya qué princesa tan inteligente– se despidió diciéndonos el rey.

De inmediato así como apareció, desapareció rodeado ya de una pequeña comitiva que venía a encontrarlo nada más con su toalla y sus sandalias…Seguía yo sin dar crédito de lo acontecido, cuando ya Andrea con realeza me ordenaba construirle, ahí mismo, un gran castillo de arena.

 

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