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Varias semanas santas de mi inquieta pero santa infancia, gracias otra vez al encanto y tino de mis padres, ahora con sus generosos amigos hacendados, pasé vacaciones inolvidables en el rancho “ El Limón”. Un fabuloso y apartado lugar de verdadero cuento surrealista, al cual se llegaba al final de una larga e intensa jornada de veintitantas horas de ansiedad gozosa.
Se partía de tarde en viernes previo a los días festivos, saliendo desde la moderna Estación de Buenavista. El ferrocarril era espectacular, una máquina mágica para una travesía de ensueño, una noche de cuatro estrellas en literas voladas sobre durmientes bien acompasados, así hasta desentrenar en la cándida ciudad de Guadalajara.
Ahí justo en la estación, puntuales, nos reuníamos las familias advenedizas de la capital, con las familias asentadas en provincia y luego juntos todos, como una sola gran familia de más de 50 tíos y primos pasajeros, nos acomodábamos felices y contentos en un incómodo autobús fletado, que después de, creo 5 o 6 horas de ajetreo continuo, nos descargaba como obvios forasteros en el mero centro de Pihuamo, un perdido pueblo ganadero desde donde, ahora a caballo, tirábamos cargados de emoción pal rancho, a través de más de cuatro horas de hermosos e insólitos parajes. Hasta llegar felices y empolvados a “El Dichoso Rancho El Limón».
En la entrada principal nos recibía jovial, Doña Luli con sus 90 años de sabiduría. Al frente y a cargo de la hacienda, la Patrona, con su amplia y arrugada sonrisa daba la bienvenida a los hijos pródigos que la visitaban con el alboroto de los nietos, propios y postizos, cada semana mayor.
Lo recuerdo como en foto en sepia, de cálidas escenas, en un ambiente de aroma a tierra, arcilla y lodo seco. Imágenes alegres en terrazas de losas desgastadas por casi un siglo de sanas costumbres y faenas familiares. El apacible pero laborioso Rancho se convertía en esos gloriosos días en jornadas interminables de aventura y jolgorio: en lecciones de convivencia genuina y valores simples y comunes.
La sombra del árbol grande, el casco principal, el molino de caña, el aroma a piloncillo. El soleado patio frente al portal de arcos, los pasillos, los portones, las altas, oscuras y frescas recamaras, el tapanco, la amenaza de alacranes dentro de la bota. La terraza, la vista del volcán a punto de explotar. El despertar del gallo engañado bajo de un cesto, el alarido del cochino desollado, la olla hirviendo en chicharrón. El solar de café con vocación de cancha de fut, de estadio de las chivas, de las paradas del cuate Calderón y los goles del Willy Gómez. La cocina con su estufa de leña, el bloque de hielo a lomo de mula hasta la nevera, los raspados de grosella. El boiler de olotes, el agua tibia y colorada. La Capilla, el campanario, el vía crucis y los rezos de las señoras cubiertas de negro, los santos tapados de mantos de satin morado. El llanito, los caballerangos echando parejas desbocados, el potrero, la tiendita de Trini, las fantas y las galletas de arcoiris. El arroyo, el río, la nadada en la presita. La anunciada cabalgata a risco prieto. La madrugada, las palomas de leche bronca directo el chorro de la ubre al vaso de aguardiente, chocolate y azúcar. Los sobrados y justos caballos, las vacas marcadas por vaqueros verdaderos…de huarache de llanta, pantalón y camisa de manta cruda, paliacate de algodón rojo, chaqueta de mezclilla azul. Sobre todo, siempre puestos los sombreros.
Existíamos ahí no más, como en «acción» de película muda. Sin mucho que decir, a campo libre y a caballo de adeveras, inventando ser Indios y Vaqueros. Por ser nosotros de fuera, nos prestaban, ni modo, los pencos más mulas y más mañas del potrero. Nos tocaba hacer, ni modo, el aguerrido papel de asoleados pieles rojas, por supuesto, mucho antes de los bloqueadores de sol.
Jugábamos por igual grandes y chicos, niñas y niños, locales y forasteros, propios y ajenos. Pasábamos en total armonía, dos semanas completas de días enteros, asombrados, liberados, viviendo fantásticas historias cotidianas, desde que amanecía el gallo hasta que volaban los vampiros sobre la cantada fogata de versos de Machado.
De aquellos afortunados episodios al aire libre, aprendí mucho de la vida sencilla, de la valiosa gente del campo, de la naturaleza de las cosas, de lo que significa pertenecer a un país diverso y desigual. Tuve la suerte de convivir con personas diferentes, todavía sin prejuicios de credo, sin rencores de clase. Sin problemas artificiales.
Me descubrí especialmente privilegiado, sin saber que tanto todavía, una vez más, después supe, sin mérito alguno. Entendí cómo, al parecer, con buen humor, buena voluntad y un buen lugar idealizado… los adultos se hacen buenos amigos y logran crear un medio ambiente de abundancia inagotable, lo que les permite disfrutar el momento, distraerse del tiempo, entretenerse entre ellos mismos y dejar libres a los niños para que hagan exactamente lo mismo.
Posiblemente, continuará.